EL HOMBRE QUE 
 PUDO REINAR 

 EL HOMBRE QUE 
 PUDO REINAR 

Hace un par de días, el escocés que encarnó por ver primera a ese divertido agente del MI6 británico -Bond, James Bond- que había salido de la sesera del novelista Ian Fleming, dejó este mundo, ahora ya nada divertido. No porque haya sido el primero en asumir el papel protagónico de la saga Bond es la razón por la que siempre lo haya considerado el mejor  de todos, no, sino porque creo que ha sido el más completo actor de la larga camada bondiana, y lo demostró en muchas otras cintas, entre ellas, la que hoy nos ocupa: EL HOMBRE QUE PUDO REINAR.

El director de la película, John Huston, que era un declarado admirador de Rudyard Kipling -el autor del relato en que se basa la historia y uno de los personajes que la estructura-, llevaba ya muchos años fantaseando en llevar al cine las aventuras de dos exsoldados británicos que, en la India de finales del siglo XIX, sobreviven gracias al contrabando de armas y a otras actividades ilegales y sueñan con alcanzar la gloria y la riqueza aprovechando las internas divisiones tribales que existen en el legendario reino de Kafiristán. Huston, nos cuentan, lo había intentado con los dúos Bogart-Gable, Douglas-Lancaster o Redford-Newman, pero, por suerte, fracasó y sólo lo consiguió con dos auténticos “british”: Connery, en el papel de Danny Dravot, el hombre al que el destino lleva a reinar, y Michael Caine, encarnando a su socio y amigo, Peachy Carnehan, más listo y práctico que el soñador Danny. El tercer personaje, el que enlaza el comienzo y el final de esta delirante pero muy razonable aventura, es el del propio Kipling, al que da vida otro clásico del cine inglés: Christopher Plummer. ¿Y cuál es la mágica conjunción que une a estos tres personajes para que los sueños de los dos primeros se concreten? Pues, simplemente, que los tres son hermanos masones y, por tanto, la empatía entre los dos hombres que una vez fueron sargentos mayores del ejército británico y el reportero del diario The Northern Star es obligada, y nadie mejor que el propio Kipling para actuar como testigo del peculiar contrato que suscriben los dos aventureros tras solicitar su ayuda y explicarle sus planes al periodista.

Como el origen de la historia, que el propio Huston adaptó a la gran pantalla, es un relato corto de Kipling, este se acomoda, a la perfección, a la estructura cinematográfica que concibe Huston, lo que contribuye a que esta sea considerablemente fiel al original.  La idea primigenia del escritor, por su parte, era la de reconstruir, en una parte de lo que hoy es Afganistán, la historia del legendario James Brooke, el Rajah de Sarawak, el hombre a quien tanto odiaba esa otra leyenda que es el Sandokán de Emilio Salgari.

Así que retomemos la historia: tras la firma del contrato, de hacerse con un buen cargamento de armas y, lo que marca la trama, de recibir Danny Dravot (Connery) un mágico regalo del conmovido Kipling -un emblema con el signo masónico-, y luego de un durísimo viaje a través del Himalaya, en el que van ocurriendo cosas que, milagrosa y oportunamente, permiten que sus imaginativos planes sigan adelante, los dos amigos llegan justo a tiempo para defender a unas mujeres indefensas, que lavaban sus vestiduras en un riachuelo, de los hombres de una tribu enemiga.

Y luego, cuando van al pueblo fortificado a entregarle al único sobreviviente del ataque, se encuentran con un nuevo elemento de fortuna: otro exsoldado británico que entiende perfectamente el lenguaje nativo y se convertirá, desde ese mismo momento, en su traductor oficial: Billy Fish. Y,  partir de aquí, abandono mi labor de “spoiler” con el sano deseo de haberles motivado lo suficiente para que aquellos que aún no la hayan visto disfruten de esta excelente película de aventuras… y algo más.

Porque EL HOMBRE QUE PUDO REINAR es, ciertamente, algo más que una simple película de aventuras: es la historia de dos hombres de dudosos principios que están a un paso de hacer realidad sus más deseados sueños y, cuando lo tienen todo a mano, cuando sólo depende de ellos llevarlos al término que habían concebido, aparecen, en uno de ellos, sentimientos más profundos, más épicos, que cambian radical y definitivamente el futuro de ambos, aunque sin dañar lo único que, desde siempre, no ha estado sometido a injerencias externas: su amistad. El personaje de Connery se lo explica así a su amigo, interpretando de forma diferente, lo que les ha ocurrido hasta ese momento: “A lo que tú llamas suerte, Peachy, yo lo llamo destino”. 

Os dejo el tráiler original gracias, una vez más, a YouTube:

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